25.12.16

Lluvia

Te juro que intento olvidarte con todas mis fuerzas.
Como olvidé aquella frase que sin querer
te dediqué en voz muy baja.
Esa que susurré pensando en ti.
Esa, que no recuerdo qué decía,
pero sí el olor y el ritmo que tenía.

Lo intento cada vez que apareces en mi mente.
Y me quedo un rato,
quizá demasiado largo,
pensando en ti y en tus ojos.
Por pensar. En algo.

Lo intento y te digo,
que por muchas veces que me lo repita,
que por mucho que diga que es mejor,
que por mucho que sepa que tengo que,
que debo,
que puedo,
que no tiene sentido no hacerlo.
Que, ¿qué hago?

Lo intento y te digo,
que no.
No puedo.
No sé si quiero.

30.10.16

Caer

Cayó por su propio peso. Como todas las cosas que se construyen sin cimientos. Cayó porque aquello no había quien lo sujetara. Por mucho que nos cargáramos a hombros una responsabilidad que nos habíamos creado. Cayó. Por su propio peso.

Porque si no había base, el castillo de naipes que me empeñé en construir no necesitaba de un soplo para desplomarse. Ni de un soplo, ni nada. Ni una simple sacudida. Por su mera existencia estaba destinado a caer.

Porque sin algo sobre lo que apoyarse, dime dónde querías que pusiera los pies. Si no tenía suelo, ni cielo. Si por no tener, no tenía ni pies.

Así que cayó, y como no tenía dónde apoyar las piezas, dónde reconstruirlo. Lo dejé caer.

16.7.16

Miedo

En la punta
de la yema
de los dedos,
ahí reposa el miedo.
Creo.

Lo noto
cuando rozo otros miedos,
y una corriente eléctrica
asciende hasta llegar a la nuca,
erizando cada uno de mis poros.

Apartándose de ellos,
porque mis miedos
no son tan valientes,
y no se atreven
a enfrentarse
a los miedos de los demás.

A veces
no buscan confrontación,
sino posarse
junto a los míos,
en la punta de mis dedos.

Otras veces
suben por cada falange
y llegan hasta la palma de la mano,
los encierran,
y los protegen.

Y ellos me alertan
y huimos
de esos miedos amigos,
que prometen
hacer de mis miedos
menos miedos.

Luego vuelven
a su sitio, atentos
a que ningún miedo
les diga
que se pueden disipar.
Y así siempre.

Está ahí
cuando me da la mano
en caso de que dude,
y al final
me inclino por irme con él.
Con el miedo.
Lejos,
donde se está mejor.
Apoyándome
en mis decisiones
                              erradas.

No está más adentro
porque no es tangible,
aunque sí es sensible.
Y se ofende
cuando dudan de él.
No puedo agarrarlo
para lanzarlo
y apartarlo de mí,
distante,
aunque lo intento.
Así que, sí,
está ahí.
No lo toco,
pero lo siento,
sobre todo adentro.

7.4.16

La última vez que te vi

La última vez que te vi fue un 14 de febrero.
Tú eras mi San Valentín,
y yo no lo sabía.

Los últimos besos que te di,
que no sabían que iban a serlo,
fueron los más sinceros que daré nunca.

Me cogiste la mano por última vez
y me dijiste lo mismo de siempre.
Me impregné de tu olor
sin saber que nunca más
iba a volver a inundar mis fosas nasales.

Y volví a acariciar tu suave pelo,
con delicadeza,
como si en el fondo sospechara
que nunca más volvería a pasar entre mis dedos.

La última vez que te vi me diste fuerza
para aguantar,
como mínimo,
hasta la próxima vez que te viera.

La última vez que te vi
no sabía que iba a ser la última vez,
y que en doce días iba echarte de menos
por el resto de últimas veces de mi vida.

Desde la última vez que te vi no llevo reloj.

3.4.16

La madriguera

Los caparazones se desconchan y te dejan desnudo, es más fácil que te hagan daño. El mero roce de una pluma, las yemas de los dedos, palabras inocentes rasgan y desgarran mostrando el interior putrefacto tras años sin ver la luz.
Expones a los demás tu espiral interna de miedos, dudas y palabras calladas. Intentas abarcar todo con tus débiles manos que no hacen sino desordenar más el núcleo vertiginoso que tienes dentro. Te asomas hacia adentro, admirando el centro desde el borde con nauseas, con temor de no poder controlar todo.
Intentas crear de nuevo esa armadura de ficción que no llega a solidificarse antes de que otro puñal llegue, te rompa y vuelva a revelar esa médula destrozada que es de color muerte y huele a negro.
Te planteas todos y cada uno de los pasos que das, con temor y titubeo. Las baldosas caen al abismo cada vez que pisas, y tú con ellas detrás. Y esperas de nuevo el golpe que te recuerdan que las lágrimas brotan de los ojos con más facilidad de la que recordabas.
Te sumes en la oscuridad sin más sonido de ambiente que el martilleo de tu mente. Comienza el mareo de ideas que ni con la frente pegada al frío del piso aminora. Y descubres entonces que duele, que nunca ha dejado de doler, que sigue doliendo. Que va a más. Y no sabes qué es lo que duele.
Mejor volver a la madriguera.

20.2.16

Los septiembres

No sé qué tienen los septiembres que marcan. Inician y terminan a la vez, descolocan todo mientras tú eres un simple espectador de tu vida y mira, sigue adelante porque no queda otra. No vale la pena luchar. Intenta poner orden cuando el tifón se calme, si es que se calma
De verdad que no sé qué tienen que aún no sé si odiarlos o amarlos, porque no recuerdo nada de los septiembres que no sea ver una cara entre la muchedumbre. Una cara que con total seguridad no se va a mantener durante los doce meses que le siguen. Una cara que precede a mucha otras.
Qué tendrán que me sanan las heridas para volver a abrirlas y empaparlas en sal. Qué luna les iluminará para que tarde o temprano se tornen grises en la memoria. Y realmente no sé si existían los días en septiembre, porque solo recuerdo las noches claras, en las que comenzaba a refrescar, y permíteme decirte que tú no estabas ahí.
Es un misterio por qué suponen puntos y comas con pausas tan fuertes que me desorientan y me llevan al punto de inicio. Me vuelven a soltar. Vuelvo a buscar desesperada la brújula que no para de girar descontrolada por tu magnetismo. Pierdo el norte. Pierdo el sur. No encuentro el este, ni el oeste. Me muevo en círculos y otra vez, sin quererlo, vuelvo al punto de partida.
No sé qué tienen los septiembres, que la vida empieza, y acaba, ahí.

3.2.16

Ecuaciones de cuarto grado

El impulso de lo eterno.
De asomarse
al oscuro vacío
y saltar sin miedo
a tocar el suelo de espaldas,
doliendo.

Rompiendo las costillas
y desangrarse
por cada uno de los poros.
Ni sentirlo.

El error
de meditar
lo impensable,
queriendo vivir por vivir,
porque es lo que hacemos.
Por inercia.

Recuerdos y memorias,
que no son lo mismo,
si acaso se parecen.
Y las marcas de la piel
rugosas y oscuras,
que vibran
bajo la yema de los dedos
cuando sin querer
las rozan.

La adrenalina
que cruza cada uno
de los vasos sanguíneos,
hasta la punta de los dedos
que tiemblan sin control.

Los pies que se desarman
frente al abismo,
ceden.

Los brazos
que se tornan alas
y alzan el vuelo
alto,
ligero.

Los cielos grises
que cruzamos por encima,
más arriba de las nubes,
aún.

La alegría efervescente
de la libertad
supurando
por los vellos de punta.

El sudor
frío
arremetiendo contra los ojos,
cegando,
junto a la blanca luz incandescente.

Manecillas
paradas,
eternas
e infinitas.

30.1.16

De color rojo

Quemamos el puto universo.
Lo hicimos arder
en llamas de miles de colores.

Desafiamos
todas las leyes
escritas hasta el momento,
sin miramientos.
Y establecimos las nuestras
que con el tiempo,
cada uno interpretó a su manera.

Nos equivocamos tanto
que ya ni buscábamos acertar.
Reímos
de puro llanto.
Me abrasé en el agua
y me invadió el silencio
más cómodo
de todos los que existieron.

Me alimentaba de piedras
y me arañaba con plumas.
Me corté
con la tensión
que creció entre nosotros,
y me desangré en tus brazos.
Los mismos que alentaban
a la sangre
a salir a borbotones
y que a la vez me rescataban
del pozo
en el que, sin quererlo,
me sumí.

Corrí hacia atrás,
huyendo hacia adelante.
Por el camino tropecé
con mis mentiras
y me caí sobre tus verdades.
Me raspé las rodillas
con las historias
que habíamos tirado por el suelo.
Apoyé las manos sobre tu espalda,
intentando cambiar tu perspectiva,
hacerte ver
la más pura de las estrellas.
Soñaba despierta
y dormía las realidades.
Respiraba
solo
si era tu olor.
Y me hacía
un poquito más diminuta
cada vez que eso ocurría.
Temí desaparecer en tu presencia,
y me escondí en una esquina
de uno de tus lunares.
Estaba ahí,
constante,
inalterable.
Irreparable.

Leía los gestos
e interpretaba las palabras.
Me transformé en pitonisa fallida.
Me creí aventurera de la sinceridad.
Me volví un despojo.
Un pelele sin alma.
Una marioneta desmadejada.

Bailé bajo la lluvia
en tu honor.
La misma que nos envolvió
y fue testigo
de los fuegos artificiales
que saltaron
cuando nuestras pupilas
se encontraron.
Abocándose entre ellas
al vacío existencial
que existía en
en el fondo de nuestras esperanzas.
Inmaduros
como la manzana que aún no puede caer del árbol.
Caímos y rodamos
colina abajo,
arrasando con todo
lo que se nos presentaba como obstáculo.
Nos acostumbramos a luchar
con las espadas del ego.
Disparándonos palabras
y atacando con atrevimientos.
Nos acobardábamos
cada vez que se nos presentaba
la oportunidad de atacar.

Y finalmente,
dejé de perder la mirada.
Arañé tu piel
hasta quedarme con jirones
enganchados en mis garras.
Que lentamente,
con mucho cuidado,
te llevaste,
para que alguien más los pegara
de vuelta en tu cuerpo.
Para que la vida volviera
a su puto orden.
Ese mismo
que un día
nos empeñamos en destruir.

29.1.16

Ahora

Ahora. Ahora que me he dado cuenta de que parecía que no, pero la herida tarda en sanar. Ahora.
Ahora. Ahora que veo que no me has dejado de importar, y en la sombra sigo. Ahora.
Ahora que aún te sueño en pesadillas. Que no te reconozco, que no me reconozco. Ahora que se desfiguran mis recuerdos y ya no me saben a color turquesa.
Justo ahora veo que finges. Ahora finges. Ahora haces como si nada. Transformándote en lo que más odio te producía. Ahora que veo tus falacias e intentos. Ahora que ya me he tragado tus mentiras, las he digerido. Y las reconozco, las de antes, las que ya consumí.
Ahora que me recuerdas sin quererlo, que me evocas ignorándolo.
Ahora que me evitas, y pretendes que no existo. Pero nunca del todo.
Ahora me doy cuenta de que nunca tuvimos un ahora.