30.1.16

De color rojo

Quemamos el puto universo.
Lo hicimos arder
en llamas de miles de colores.

Desafiamos
todas las leyes
escritas hasta el momento,
sin miramientos.
Y establecimos las nuestras
que con el tiempo,
cada uno interpretó a su manera.

Nos equivocamos tanto
que ya ni buscábamos acertar.
Reímos
de puro llanto.
Me abrasé en el agua
y me invadió el silencio
más cómodo
de todos los que existieron.

Me alimentaba de piedras
y me arañaba con plumas.
Me corté
con la tensión
que creció entre nosotros,
y me desangré en tus brazos.
Los mismos que alentaban
a la sangre
a salir a borbotones
y que a la vez me rescataban
del pozo
en el que, sin quererlo,
me sumí.

Corrí hacia atrás,
huyendo hacia adelante.
Por el camino tropecé
con mis mentiras
y me caí sobre tus verdades.
Me raspé las rodillas
con las historias
que habíamos tirado por el suelo.
Apoyé las manos sobre tu espalda,
intentando cambiar tu perspectiva,
hacerte ver
la más pura de las estrellas.
Soñaba despierta
y dormía las realidades.
Respiraba
solo
si era tu olor.
Y me hacía
un poquito más diminuta
cada vez que eso ocurría.
Temí desaparecer en tu presencia,
y me escondí en una esquina
de uno de tus lunares.
Estaba ahí,
constante,
inalterable.
Irreparable.

Leía los gestos
e interpretaba las palabras.
Me transformé en pitonisa fallida.
Me creí aventurera de la sinceridad.
Me volví un despojo.
Un pelele sin alma.
Una marioneta desmadejada.

Bailé bajo la lluvia
en tu honor.
La misma que nos envolvió
y fue testigo
de los fuegos artificiales
que saltaron
cuando nuestras pupilas
se encontraron.
Abocándose entre ellas
al vacío existencial
que existía en
en el fondo de nuestras esperanzas.
Inmaduros
como la manzana que aún no puede caer del árbol.
Caímos y rodamos
colina abajo,
arrasando con todo
lo que se nos presentaba como obstáculo.
Nos acostumbramos a luchar
con las espadas del ego.
Disparándonos palabras
y atacando con atrevimientos.
Nos acobardábamos
cada vez que se nos presentaba
la oportunidad de atacar.

Y finalmente,
dejé de perder la mirada.
Arañé tu piel
hasta quedarme con jirones
enganchados en mis garras.
Que lentamente,
con mucho cuidado,
te llevaste,
para que alguien más los pegara
de vuelta en tu cuerpo.
Para que la vida volviera
a su puto orden.
Ese mismo
que un día
nos empeñamos en destruir.