20.2.16

Los septiembres

No sé qué tienen los septiembres que marcan. Inician y terminan a la vez, descolocan todo mientras tú eres un simple espectador de tu vida y mira, sigue adelante porque no queda otra. No vale la pena luchar. Intenta poner orden cuando el tifón se calme, si es que se calma
De verdad que no sé qué tienen que aún no sé si odiarlos o amarlos, porque no recuerdo nada de los septiembres que no sea ver una cara entre la muchedumbre. Una cara que con total seguridad no se va a mantener durante los doce meses que le siguen. Una cara que precede a mucha otras.
Qué tendrán que me sanan las heridas para volver a abrirlas y empaparlas en sal. Qué luna les iluminará para que tarde o temprano se tornen grises en la memoria. Y realmente no sé si existían los días en septiembre, porque solo recuerdo las noches claras, en las que comenzaba a refrescar, y permíteme decirte que tú no estabas ahí.
Es un misterio por qué suponen puntos y comas con pausas tan fuertes que me desorientan y me llevan al punto de inicio. Me vuelven a soltar. Vuelvo a buscar desesperada la brújula que no para de girar descontrolada por tu magnetismo. Pierdo el norte. Pierdo el sur. No encuentro el este, ni el oeste. Me muevo en círculos y otra vez, sin quererlo, vuelvo al punto de partida.
No sé qué tienen los septiembres, que la vida empieza, y acaba, ahí.

3.2.16

Ecuaciones de cuarto grado

El impulso de lo eterno.
De asomarse
al oscuro vacío
y saltar sin miedo
a tocar el suelo de espaldas,
doliendo.

Rompiendo las costillas
y desangrarse
por cada uno de los poros.
Ni sentirlo.

El error
de meditar
lo impensable,
queriendo vivir por vivir,
porque es lo que hacemos.
Por inercia.

Recuerdos y memorias,
que no son lo mismo,
si acaso se parecen.
Y las marcas de la piel
rugosas y oscuras,
que vibran
bajo la yema de los dedos
cuando sin querer
las rozan.

La adrenalina
que cruza cada uno
de los vasos sanguíneos,
hasta la punta de los dedos
que tiemblan sin control.

Los pies que se desarman
frente al abismo,
ceden.

Los brazos
que se tornan alas
y alzan el vuelo
alto,
ligero.

Los cielos grises
que cruzamos por encima,
más arriba de las nubes,
aún.

La alegría efervescente
de la libertad
supurando
por los vellos de punta.

El sudor
frío
arremetiendo contra los ojos,
cegando,
junto a la blanca luz incandescente.

Manecillas
paradas,
eternas
e infinitas.